Las monedas de baja denominación son un testimonio silencioso de lo que alguna vez tuvo valor, pero que hoy es ignorado. Son pequeñas, casi imperceptibles en el bullicio del comercio moderno, plástico y digital.
Relegadas a rincones de cajones olvidados o al suelo de las calles, donde nadie se detiene a recogerlas. Su valor de intercambio es tan bajo que prefieren pasarles encima, en lugar, de siquiera, hacer el intento de tomarlas.
Representan lo invisible no porque no existan, sino porque han dejado de importar. Son símbolos de una economía inflacionaria que deja atrás lo que ya no es útil, de una riqueza que, aunque tangible, se ha vuelto irrelevante. En su insignificancia, nos recuerdan que el valor no siempre está en lo material, sino en la percepción de quienes lo sostienen.
¿Quién sabe por cuántas manos pasaron? Quizá las de un alto directivo, o alguien que pedía limosna en la calle. Por la manos de la ama de casa que fue al mercado o probablemente por un barbero, un carnicero, un atleta, un político, un piloto de autobús… no lo sé, pero es inquietante imaginarlo.
Esta serie de fotografías capturan esta paradoja: la presencia de lo ausente, el eco de lo descartado, la fragilidad de lo que un día fue esencial y hoy pasa desapercibido.