El temor puede llegar a ser paralizante y la ansiedad e incertidumbre una sensación electrizante que recorre cada fibra del cuerpo.
Un virus que inició a kilómetros de distancia cada vez se siente más cerca y sus efectos en la población son difíciles de explicar porque hay tantos frentes que cubrir que resulta una tarea titánica realizar un análisis profundo. Con el pasar de los años tendremos acceso a informes que nos llevarán de vuelta a estos días que vivimos hoy.
Se trata de una crisis de salud con rebotes emocionales y económicos. La pandemia ha golpeado a tal grado las diferentes industrias y sectores productivos, que las personas sabiendo del peligro latente están dispuestas a exponerse al contagio con tal de mantener su empleo o continuar generando un ingreso diario para su familia. Resulta irónico pensar en que las personas están arriesgando su vida con tal de preservar la propia o de los suyos. Se llegó a la discusión de qué es más importante ¿la vida o la economía? y las opiniones fluyeron más o igual de rápido que la pandemia.
La nueva normalidad no está por venir, ya se está viviendo, habita en medio de nosotros, a partir de que se anunció un estado de calamidad acompañado de una cuarentena y cierre de aeropuertos, escuelas, colegios y universidades, suspensión del transporte público, de actividades sociales, deportivas, culturales, entre otras, se entró a una etapa diferente, una forma distinta de enfrentarse al día a día. Nuestro cuerpo no fue diseñado para portar una mascarilla, pero pese a todas las incomodidades que podría provocar, salir a la calle sin esta no debe ser una opción.
El cierre y quiebra de centenares de negocios, el despegue del comercio electrónico en muchos países, la implementación acelerada de formatos de educación virtual, la elevada frecuencia de webinars, el agotamiento de las reuniones virtuales y la masiva producción y promoción de jabón en gel, mascarillas, caretas, guantes, termómetros infrarrojos y pediluvios desinfectantes, son evidencia de que las cosas ya cambiaron. El coronavirus pasó la página sin pedir permiso, no importando en qué párrafo estuviésemos, obvió si alguien sabe leer o si lee rápido o lento.
Los gobiernos del mundo han buscado proteger a la población según su sistema de salud y protocolos, con diferentes resultados y alcances pero es necesario entender que no son capaces de brindar cobertura a todos pues sus recursos e instituciones son limitados. La pandemia no debe ser una lucha ideológica, aunque hayan grupos interesados en esto, no se debe dar lugar a una pugna de izquierda o derecha pues la corrupción y mediocridad es ambidiestra. Hay que dejar de ver al estado como un redentor y fijarnos en que son administradores nada más.
La futura normalidad tendrá que ver con el regreso por completo a actividades en medio de la pandemia, en cómo será la cotidianidad con el COVID-19, ya se habla de la covidianidad. Se deja entrever algo, el coronavirus ha dejado pistas, el distanciamiento social continuará un buen tiempo, la celebración de bodas, baby showers o cumpleaños por medio de una video llamada era impensable, sin embargo, aunque aún resulta extraño, cada vez es más frecuente.
Y aunque las vacunas lleguen y resulten más accesibles en aplicación y precio, el virus seguirá allí. Por muy resguardada que una persona esté en casa, llegará el día en que habrá que enfrentar el virus porque no todo se puede resolver con un clic o desde una app.
Conozco un sastre que a falta de poder vender trajes empezó a fabricar mascarillas de tela, a un chef de hotel que dejó de preparar platillos para los huéspedes y se volcó a cocinar menús ejecutivos para vender al público en general, a un abogado litigante que temporalmente hace y entrega el súper a personas de la tercera edad. Y estoy convencido que tú también conoces casos similares.
He tenido que lidiar con un nudo en la garganta y la incapacidad de articular palabras frente a amigos que han perdido a un familiar o ser querido por el coronavirus, o escuchar del otro lado del teléfono cómo alguien cercano llora pues han pasado más de veinte días y aún no ha recuperado el olfato pese a que los síntomas más fuertes se han ido y una nueva prueba de COVID-19 arroja resultados negativos. Así también, felicitar a alguien por el nacimiento de su bebé o la celebración de un año más. Me ha tocado despedir a personas del trabajo y ser despedido.
El temor puede llegar a ser paralizante y la ansiedad e incertidumbre una sensación electrizante que recorre cada fibra del cuerpo. Se hace necesario no intentar cubrir los miedos a esta amenaza buscado culpables, se debe tirar la toga de juez y dejar de señalar a las personas que por necesidad deben salir, hay que parar las acusaciones a los contagiados insinuando que ellos han buscado el virus a propósito. Es fácil tachar desde las redes sociales no se requiere talento o un gran intelecto para ello. Este virus ha hecho que nos lavemos las manos incontables veces pero depende de cada uno limpiar su mente de noticias falsas y su boca de insultos o acusaciones infundadas.
El COVID-19 es una de tantas señales que demuestran que no somos invencibles, que hay vulnerabilidad en cada uno, que somos más frágiles de lo que creíamos, que no existen todas las respuestas, procedimientos o recetas, y que el dinero, ideología, armas, tecnología, ciencia o conocimiento no libran al ser humano de grandes amenazas.
Si bien el mundo está de luto, con el rostro lleno de lágrimas y los ojos hinchados, la humanidad debe continuar. Se debe seguir riendo con los que ríen y llorando con los que lloran, y quizá, ambas emociones el mismo día. La vida no se ha vuelto agridulce, siempre lo ha sido, poco tiempo pasó para que el hombre conociera el sufrimiento y aprendiera a lidiar con este. El hecho que haya dolor en esta vida no significa que no sea una vida digna de celebrar, de vivir a plenitud con libertad, responsabilidad, amor y en paz. Construyamos juntos no solo una futura normalidad sino también una mejor normalidad.